¿Quién fue Horacio Quiroga?
Horacio Quiroga (1878-1937) fue un cuentista de origen uruguayo cuyo imaginativo retrato de la lucha del hombre y el animal por sobrevivir en la selva tropical le valió el reconocimiento como maestro del cuento.
También destacó en la descripción de la enfermedad mental y los estados alucinatorios, en relatos que anticipan los de maestros posteriores del siglo XX, como el escritor estadounidense William Faulkner. Se le considera uno de los mejores narradores latinoamericanos de todos los tiempos.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Fue el segundo hijo de Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino, y Pastora Forteza. Su padre se disparó accidentalmente durante una cacería unos meses después de su nacimiento, el primero de varios sucesos trágicos que tendrían lugar durante la vida de Quiroga y que colorearían gran parte de su obra posterior.
Su familia se trasladó durante su juventud, y finalmente se estableció en la capital uruguaya, Montevideo, donde Quiroga asistió a la universidad, se interesó por la literatura y comenzó a publicar sus cuentos. Poco después, regresó a su ciudad natal y fundó una revista literaria y un club de ciclismo.
Sin embargo, la tragedia se repite en 1899, cuando su padrastro se suicidó con una escopeta disparándose en la boca justo cuando Horacio, de 18 años, entraba en la habitación. Buscando consuelo a la experiencia, Quiroga viajó a París durante cuatro meses.
A su regreso de Europa en 1900, Quiroga se instaló de nuevo en Montevideo y al año siguiente publicó su primera colección literaria, Los arrecifes de coral. Los poemas, la prosa poética y los relatos de sus páginas no dieron a conocer a Quiroga a nivel nacional, ya que se trataba de la obra de un novato que buscaba su lugar.
No obstante, el logro se vio ensombrecido por la muerte de sus dos hermanos, que sucumbieron a la fiebre tifoidea ese mismo año. Incapaz de escapar a la cruel mano del destino, al año siguiente Quiroga disparó y mató accidentalmente a un amigo mientras revisaba su pistola antes de un duelo.
Tras una breve detención, Quiroga fue absuelto de cualquier delito por la policía, pero no pudo escapar de su sentimiento de culpa y abandonó Uruguay para dirigirse a Argentina, donde pasaría el resto de su vida.
Instalado en Buenos Aires, Quiroga encontró trabajo como profesor y continuó desarrollando su escritura, publicando en 1904 la colección El crimen ajeno y en 1907 el cuento "La almohada de plumas", ambos prometedores, así como la considerable influencia de la obra de Edgar Allan Poe.
Durante su estancia en Buenos Aires, Quiroga realizó frecuentes incursiones en la selva cercana, y en 1908 se trasladó a una finca en la cercana provincia selvática de Misiones. Allí comenzó a publicar relatos que llevaban al lector a la selva junto con él, tanto física como metafóricamente, atormentándolo con su oscuro punto de vista y sus horrores metafóricos.
Quiroga también siguió trabajando como profesor, y en 1909 se casó con una de sus alumnas, Ana María Cires, y la trasladó a su casa de la selva. Aunque tendrían dos hijos en los años siguientes, Eglé y Darío.
En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su educación. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo, midiendo siempre los riesgos, al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación.
Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío. El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias, que aterrorizaban y exasperaban a su madre, sino que las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.
La vida remota y peligrosa que llevaban resultó ser demasiado para Ana, y en diciembre de 1915 se suicidó ingiriendo un sublimado empleado en el revelado fotográfico, que le provocó una agonía de ocho días en que fue atendida por Horacio, dejandolo viudo y con dos hijos pequeños que criar.
Tras esta tragedia, Quiroga regresó con sus hijos a Buenos Aires y trabajó en el consulado uruguayo. También continuó escribiendo, y son los relatos de esta época los que han llevado a Quiroga a ser identificado como el padre del cuento moderno latinoamericano. Obras como Cuentos de amor, locura y muerte (1917) y Cuentos de la selva (1918) dieron vida al mundo de Quiroga, que describía tanto la violencia como el encanto de la selva.
En la nueva década, Quiroga continuó con su prolífica producción, publicando la obra de teatro El degollado (1920) y las colecciones de cuentos Anaconda (1921), El desierto (1924), El pollo decapitado y otros relatos (1925) y El exiliado (1926). También se aventuró en la crítica durante esta época y fue autor de un guión para un proyecto cinematográfico no realizado.
Poco después, Horacio regresó a Misiones. Esta vez nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio. Quiroga intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva.
La negativa de estos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
A principios de 1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano de Vicente López. En la cúspide misma de su popularidad, una importante editorial le dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la Asociación Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.
En 1927, Quiroga volvió a casarse con una joven llamada María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija, que era casi 30 años menor que él. A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en el que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María «Pitoca» Helena). Pero las dificultades que habían asolado a Quiroga durante toda su vida le siguieron allí.
En medio de una persistente enfermedad, publicó su última obra en 1935, Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerle de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.
Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían, su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándole, solo y enfermo, en la selva de Misiones. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.
Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable.
María Elena estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos. Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el 19 de febrero de ese año se suicidó bebiendo cianuro.
Su vida estuvo marcada por muchas experiencias dolorosas que le sirvieron como inspiración a sus historias, marcadas por la naturaleza y el destino.
En octubre de 1938 se suicidó Alfonsina Storni por quien sostuvo una profunda pasión. En 1939 se suicidó su hija Egle. Años después, su hijo Darío también haría lo mismo.
Si examinamos detenidamente los relatos de Quiroga, los encontraremos llenos de visión sobre la humanidad. Tenía una aguda conciencia de los problemas que acosaban al hombre en todos los aspectos, no sólo los escollos de la naturaleza salvaje, sino también los referidos a las relaciones humanas. Quiroga señaló las debilidades y defectos del hombre, pero también destacó las virtudes heroicas del valor, la generosidad y la compasión en muchos de sus mejores relatos.
Todo este rico material humano es plasmado en forma de cuento por un maestro artesano. Quiroga era consciente de los problemas que conlleva el arte del cuento y, como Poe, escribió sobre ellos. Describió su técnica en lo que llamó su "Manual del perfecto cuentista", que consta de diez mandamientos. Aquí se encuentran advertencias que hacen hincapié en la economía de expresión; otras tienen que ver con una cuidadosa planificación previa.
Su última sugerencia para escribir buenos relatos es quizá la mejor: "Cuente la historia como si el único interés de la misma residiera en el pequeño entorno de sus personajes, de los que usted podría haber sido uno. De ninguna otra manera se logra la vida en el cuento". Con toda razón, Quiroga subrayó aquí la palabra vida, que está en el centro de sus relatos.